Tradicionalmente la escuela se ha centrado en aspectos cognitivos priorizando los aprendizajes científicos y técnicos y dejando de lado los sentimientos y las emociones. Afortunadamente, este planteamiento se está quedando anticuado en la actualidad y cada vez hay más expertos que inciden en la importancia de la Inteligencia Emocional en los niños y cómo aquéllos que son educados emocionalmente son más felices, más confiados y tienen más éxito en la escuela, además de ser la base para convertirse en adultos responsables, autónomos y sociables.
Emoción, pensamiento y acción, son tres elementos muy relacionados y presentes en todo aquello que hacemos a diario. La comprensión y el control de las emociones pueden resultar imprescindibles para nuestra integración en sociedad, la forma de relacionarnos y el afrontamiento del día a día. Las emociones nos aportan información sobre nuestra relación con el entorno. Experimentamos alegría o satisfacción cuando las cosas nos van bien y tristeza o desesperanza cuando sucede todo lo contrario. Cada vez que experimentamos una emoción, podemos crear pensamientos acordes a ella e interviene nuestro sistema nervioso preparando a nuestro organismo para intentar dar la mejor respuesta. Las emociones son como un sistema de alarma que se activa cuando se da algún cambio en la situación que nos rodea. Si gestionamos bien nuestras emociones, todas son adaptativas; por ejemplo el miedo nos ayuda a protegernos del daño y nos avisa del peligro, la ira nos ayuda a superar barreras y conseguir lo que queremos, etc.
Si intentamos que los niños sean felices todo el tiempo, paradójicamente, es probable que consigamos lo contrario, que tanto adultos como niños se sientan desdichados. Lo que realmente es importante es que los niños aprendan a convivir con todas las emociones ya que en el día a día nos acontecen sucesos que despiertan diferentes sentimientos en uno mismo, tal y como hemos dicho. El objetivo es la alegría pero para conquistarla hay que experimentar todo tipo de emociones, aprender a identificarlas y afrontarlas para estar a gusto con todas ellas.
Al nacer los niños no tienen desarrollado el pensamiento, ni el lenguaje, ni siquiera pueden planificar lo que hacen. Sin embargo, se comunican a través de emociones e identifican aquello que es bueno y malo, por ejemplo, a través de llanto, de la risa, de movimientos y comportamientos… Detrás de todo ello hay una emoción y es la que hay que abordar. La vida emocional del niño comienza en el vientre materno. Una buena educación emocional desde el nacimiento, con recursos adaptados a cada etapa evolutiva, conlleva todo un proceso de aprendizaje en el que se va construyendo la visión del mundo, de ellos mismos y de cómo se manejan ante esto. Además, los niños tienden a expresar naturalmente sus emociones durante los primeros años de vida y puede que haya emociones que si no aprenden a regularlas, les desborden. Los que reciben este aprendizaje se recuperarán antes de tiempo de la experimentación de emociones negativas, adoptarán una actitud más positiva en su día a día, serán más optimistas a la vez que realistas, sabrán expresar mejor sus sentimientos, desarrollarán una autoestima más realista y presentarán mayor capacidad de cooperación y de resolución de conflictos.
Es importante que los padres trabajen con los niños la relevancia de la comunicación, que aprendan a expresar sus emociones, a decir cómo se sienten en cada momento. Los padres pueden ser un modelo de aprendizaje en esta área si predican con el ejemplo y ellos también hablan de sus emociones. Es importante trabajar la empatía con los niños: saber cómo se sienten ellos pero también como se está sintiendo el otro. De esta forma favoreceremos relaciones sociales positivas en las que actuarán intuyendo lo que puede sentir el otro. La tolerancia a la frustración también es muy importante en la infancia ya que durante los primeros años prima, de manera instintiva, dejarse llevar por los deseos más inmediatos, aspecto que hay que educar para poder convivir en sociedad y construir una autoestima adecuada.
Los padres pueden ayudar a educar las emociones de sus hijos. No obstante, este trabajo puede ser todavía más efectivo si lo hacemos mediante una intervención planificada, es decir, con un correcto programa de educación emocional. Estos programas de educación emocional, impartidos por psicólogos o psicopedagogos, se ha demostrado que tienen un efecto positivo sobre la estabilidad psicológica, sobre el rendimiento académico y sobre las relaciones sociales a la vez que disminuyen las conductas agresivas en los niños.
Un coeficiente emocional (CE) elevado es tan importante como un coeficiente intelectual (CI) elevado